Rosa Mayo Barrallo, matrona de Bedoya
“¿Ya fuiste a ver a la tía Rosa?” machacaba mi madre cada vez que yo regresaba al pueblo a disfrutar mis vacaciones. “Gracias a ella estás en este mundo....” , apostillaba. Conviene aclarar que no hace aún muchos años, los niños de Bedoya, cuando veníamos a este mundo, no nos hacían falta ni cigüeñas de París, ni nada parecido. Nos traía, nos guiaba y nos tutelaba la “tía Rosa”. Fue la matrona por excelencia del valle.
Rosa Mayo Barrallo no nació en Bedoya, ni siquiera en Liébana. Vio por primera vez la luz de este mundo en un pueblo de León llamado Santa Marina del Rey en el año 1.886. Muy joven aún, con 17 años, llega al valle de Bedoya de la mano de un tío suyo, D. José Barrallo Díez, que venía destinado como nuevo párroco de la Parroquia de San Pedro de Bedoya. Rosa venía como ama de llaves para atenderle, fijando su residencia en Esanos en la casa parroquial.
No tardó mucho en encontrar al hombre con quien compartió luego el resto de su vida: Laureano Gómez Lamadrid. De este matrimonio, que vivió en Pumareña, nacieron nueve hijos, de los cuales tres abrazaron la vida religiosa: José, Moisés, Tomás, Natividad, Marcial, Josefina, Teodoro, Laureano y María Rosa.
Para sacar adelante a toda esta prole, Rosa tuvo que reciclarse y dedicarles mucho tiempo. La vida era dura para todos, pero con nueve hijos tirando de las sayas mucho más. Tuvo que engancharse a los quehaceres cotidianos de la casa y a la vez había que salir al campo y a la tierra. Ya no era el ama de llaves de su tío, ahora había que aprender a desempeñar trabajos específicos de la huerta, donde las hortalizas eran otra fuente generadora de ingresos, llegando a ser tan "cebollera" como sus convecinas.
Matrona
Aparte de estas ocupaciones, Rosa desempeñó otro cometido vocacional y altruista. Era la encargada y requerida del valle para ayudar a las demás mujeres a traer los niños a este mundo. Las mujeres que en aquel entonces atendían los partos no tenían regulada su formación y desde luego no recibían enseñanzas; su preparación se basaba principalmente en la reiteración y en la experiencia. Rosa había observado muchas veces a otras mujeres ejercer tan bella tarea. Era la única forma de aprender, primeramente observando a otra comadrona más o menos experimentada y luego la práctica personal.
Las dudas, el miedo, el dolor, tantas cosas reunidas en un momento, hacían que las matronas fueran unas mujeres valientes y decididas. Una buena partera debía ser experta, ingeniosa, tener buen genio, atesorar una buena disposición y discreción, y a la vez ser de naturaleza fuerte para ayudar en el trabajo a la que pare y al mismo tiempo valerosa para no desmayar ante lo que se presenta en un posible mal parto. Es muy tranquilizante para la mujer parturienta tener al lado a alguien que ella conoce y en quien confiar.
En el valle de Bedoya hubo varias mujeres parteras: entre otras, cabe citar a la “tía Goria”, a Josefa Maraña y ya más recientes a Eloísa Movellán, Rosa Mayo y a su hija Natividad que heredó tan bello oficio de su madre.
Por todo ello, nunca se debería de olvidar a estas mujeres que han ayudado a venir al mundo a varias generaciones de vecinos. Todo lo hacían de forma altruista y desinteresada. Estas mujeres dedicaron parte de su vida a un oficio, el de matronas, y justo es que sean reconocidas por su labor y su vocación, así como por todo el esfuerzo, el sacrificio y la dedicación empleada para atender a tantas mujeres del valle en el momento de su maternidad, en la mayoría de las ocasiones con bastantes dificultades. Que sirvan estas letras como un pequeño homenaje para todas ellas.
Hasta llegar a la Revolución Industrial, mediados del siglo XX, los nacimientos eran atendidos por esta clase de mujeres. Debido a la inaccesibilidad económica por parte de muchos hogares, al no existir un servicio sanitario público, todas las mujeres parían en casa, solas, con la única compañía de la partera.
Las embarazadas no iban al médico ni antes ni después del parto. Si acaso alguna vez, si se complicaba el parto, llamaban al practicante. Pero tanto a éste como al médico había que pagarles. Ahí residía el verdadero problema. Las comadronas sabían lo que tenían que hacer cuando algo no iba bien, o cuando ocurría una emergencia, pero tenían unos recursos muy limitados y no siempre salía bien el intento.
Sin ningún tipo de formación más que la propia experiencia, Rosa siempre estuvo a la altura de unas circunstancias duras en aquella época que le tocó vivir. Por caminos de polvo y piedras en el verano, caminos de barro y nieve durante los inviernos; por el día bajo un sol radiante o por la noche con frío, ahí iba ella... para encontrarse en ocasiones con múltiples y variados problemas, sorteando partos de toda índole, como alumbramientos que venían de nalgas, otros con el cordón umbilical al cuello o gemelares, como ocurrió en determinadas ocasiones.
Y como utensilios portaba una bata, unas tijeras y un ovillo de hilo en su inseparable bolso para encontrarse en el domicilio de la parturienta sin ninguna ayuda medicinal. La penicilina aún no se conocía, por supuesto que las cesáreas tampoco. Una batea y un jarrón con agua caliente era lo único que se ponía en sus manos. Si el parto era nocturno la única iluminación era la tenue luz de un candil o un farol. Alguien dijo, no sin razón, que las matronas son los verdaderos ángeles de la guarda.
Una vez terminado “su cometido”, la matrona regresaba a su casa con el corazón henchido de amor y plenamente satisfecha por el trabajo realizado, sabiendo que el día del bautizo sería invitada a un chocolate acompañado de unos frisuelos o unos bizcochos. Ese día, si el padrino era “rico”, habría también caramelos para los más pequeños.
Ama de llaves
Ya dije más arriba que Rosa había tenido tres hijos que habían abrazado la vida religiosa. Uno de ellos, Teodoro, había sido ordenado sacerdote en el año 1.952 y tres años más tarde (en 1.955) es destinado como párroco de la parroquia de San Salvador de Cantamuda (Palencia). Como buenos padres, Laureano y Rosa acompañaron a su hijo hasta la Pernía para atenderle en su nuevo cometido. De esa manera Rosa volvió a recordar y sacó a relucir la experiencia que había tenido en su juventud con su tío. Al cabo de unos años, Teodoro fue destinado a otra localidad cercana en la montaña palentina: el pueblo minero de Vallejo de Orbó. En este pueblo, el 17 de Marzo de 1.964, fallece el marido de Rosa, Laureano, y entonces ella, ya anciana, regresa al valle de Bedoya, a Pumareña, donde estará bajos los cuidados y atenciones de su hija Natividad que había heredado, durante la ausencia de su madre, el oficio de matrona.
La “tía Rosa”, como queda dicho, ayudó a muchas madres del valle a traer sus hijos al mundo. A nadie se le debería de olvidar el amor, la entrega, la seguridad y las facilidades dadas a estas madres para que tuvieran la oportunidad de vivir el nacimiento de sus hijos lo más dignamente posible. Dificultosa tarea, debido a los precarios medios que se disponía, pero que en la mayoría de los casos acababa con resultados satisfactorios. La mayor recompensa que dicen tener estas mujeres matronas es que el parto sea exitoso, que el recién nacido esté sano y que cuando éste crezca, le aconsejen y enseñen a respetarlas, incluso como a una segunda madre.
Por eso, no es de extrañar la advertencia y recomendación de mi madre: “¿Ya fuiste a ver a la tía Rosa.......”?. Parece que la estoy viendo a la puerta de su casa, sentada en una silla a la sombra de la higuera, con una amplia sonrisa dibujada en sus labios, esperando un beso.
Rosa Mayo Barrallo falleció en Pumareña el 23 de Febrero de 1.981, a los 94 años de edad.
- Aportación familiar
- Archivo particular
- José Angel Cantero - Mayo 2.008 |